Cuando supe que iba a ser madre una de las cosas que más difícil me pareció fue elegir el nombre de mi hijo.
Muchas pensareis, pues qué tontería, si yo lo tenía o lo tengo clarísimo que se va a llamar…
No era mi caso.
Lo que sí tenía muy claro era que debían de cumplirse una serie de requisitos:
1º. Un nombre que no existiese ya en la familia. Por supuesto nada de llamarle como al padre, que luego tienes que contestar el teléfono con la eterna pregunta ¿Pepito padre o Pepito hijo? O peor aún, decides divorciarte y encima que el jodío niño es un clon de su padre lleva el mismo nombre.
2º. Un nombre que no estuviese de moda y con el que no corriese el riesgo de que media clase se llamase igual.
Esto no me salió muy bien. El día que fuimos al registro a inscribirle la señora funcionaria que nos atendió al oír el nombre de mi vástago nos dijo “qué gracia, llevo 20 años trabajando aquí y nunca había inscrito a ningún niño con ese nombre, y hoy ya es el segundo”. Se me pusieron los pelos como escarpias.
Antes de un mes conocía 3 niños en el parque con el mismo nombre y la misma edad. Y yo que pensaba que habíamos sido súper originales.
El primer día de cole me puse a discutir con la profesora porque había pronunciado mal el nombre de mi hijo, hasta que me di cuenta de que había otro niño cuyo nombre es tan similar que se pronuncian prácticamente igual.
Esto me pasa por querer ser innovadora.
3º. Un nombre NO compuesto. Nada de Froilán de todos los Santos, Estela del Carmen, ni cosa parecida. Los culebrones han hecho mucho daño en este sentido.
4º. Un nombre que nos gustase al padre y a mí.
Esto fue sin duda lo más difícil de todo. Durante tres meses (a partir de tener confirmación del sexo) empezamos a seleccionar nombres pero sin llegar a ningún acuerdo. Cada uno tenía una lista, y nos dedicábamos a tachar los nombres que no nos gustaban de la lista del otro.
Lo peor de todo era que mi chico se dedicaba a hacer rimas soeces con todos los nombres que a mí me gustaban.
Dos libros de nombres después (uno que me regaló una amiga y otro que me regaló el padre de la criatura), y tras averiguar como se decía “río de la vida que trae la felicidad a casa” en veinte idiomas distintos, decidimos que YAGO molaba. Sencillo, sonoro, poco oído (o eso pensábamos en aquel momento) e inexistente en la familia. Combinación ganadora.
Ahora cuando alguien le pregunta como se llama nos lleva cinco minutos hacer entender que no es Diego ni Santiago, aunque suene similar o el origen sea el mismo. Vamos, que si lo llego a saber le pongo Manolo y listo.
Pero hay historias realmente divertidas sobre la elección de un nombre.
En mi caso fue una promesa a la Virgen de Lourdes por parte de las abuelas (un embarazo difícil). Todo un clásico.
Otro clásico es el robo de nombres a amigos o familiares que lo tienen más claro que tú. Lo oyes, te gusta y lo copias. Así de bonito.
También está la pasión musical, que te lleva a llamar a tu hija Madonna o Rolling.
Por supuesto la influencia televisiva es grande, ¿cuantas Jimenas conocéis a raíz de Pasión de Gavilanes?, y ¿quién no tiene una princesa Sofía en su clase de 2º de primaria?
Mis favoritos son los nombres místicos, fruto de una noche de fumeque raro por parte de los padres; Alma, Luna, Gálata…
Con los que no puedo son con los de saga. Como el tatarabuelo, el bisabuelo, el abuelo y el padre se llamaban Olegario, pues el nene tiene que seguir cargando la cruz.
Me reafirmo ¡¡ qué difícil esto de poner nombre a un hij@ !!
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