Nuestra segunda excursión por tierras extremeñas fue más tranquila.
Como apretaba el calor, y todavía teníamos agujetas del día anterior, decidimos hacer la ruta en coche por el Parque Nacional de Monfragüe.
En apariencia era un plan sencillo, o eso pensábamos nosotros hasta que mi hijo se mareó en el coche nada más entrar en el parque, y nos encontramos con la necesidad de parar el coche para cambiarlo de pies a cabeza.
Los tres coches que venían detrás no se tomaron muy bien nuestra parada en ese tramo que no llegaba a ser arcén.
Haciendo gala de mi falta de cualidades como madre precavida no había cogido una muda en previsión de que algo así pudiese ocurrir.
Con mi hijo en calzoncillos seguimos camino adelante lo más dignamente posible.
Nuestra salvación llego pronto, la típica tienda de recuerdos donde nos vendieron una camiseta descolorida de recuerdo a un precio desorbitado, pero la alternativa era exhibir a mi hijo semi desnudo por el parque a la vista de los buitres y los linces hambrientos.
Afortunadamente la mayor parte del itinerario lo hicimos en coche, y solo tuvimos que dar explicaciones de por que mi hijo llevaba esas pintas cuando quisimos subir al castillo de Monfragüe, donde nos encontramos unas vistas preciosas y una escalera digna del récord Guiness, o cuando nos asomamos al Salto del Gitano, un mirador increíble sobre el Tajo por el sobrevuelan a escasos metros de los observadores todo tipo de aves rapaces.
La parada a comer fue de traca. Un consejo, cuidado con lo que habláis delante de vuestros hijos que luego todo lo cascan.
Era un restaurante muy agradable, pero la vajilla había vivido tiempos mejores y los platos estaban desportillados. Nosotros lo comentamos, y a mi hijo le faltó tiempo de sacarle los colores al camarero haciéndole notar que nos había puesto platos "muy rotos".
Un rato después nos sacó los colores a nosotros. Nos habían puesto tres bollitos de pan realmente ricos, y como solo nos habíamos comido la mitad le dije a mi chico que nos llevábamos los que quedaban para merendar.
Cuando llegó el camarero a recoger la mesa estábamos charlando despistados, y mi hijo (que no se le escapa una) empezó a gritarle a señor -¡no se lleve el pan!, mami que se lleva el pan de la merienda.
El camarero se vió tan apurado que hasta se ofreció a regalarnos un par de bollitos extra.
Antes de volver a nuestro chozo decidimos darnos una vuelta por la monumental Plasencia, y seguir presumiendo un rato de estilazo veraniego.
Seguro que en la Catedral todavía están comentando la retaila de preguntas de mi vástago sobre todo lo que allí vio.
Lo que más preocupado le tenía era el motivo para tener a "ese señor en la X", o donde viven ahora los Reyes Magos que no se dignaron aparecer por aquel castillo tan estupendo que resultó ser el Parador.
En resumen, un día de lo más intenso.
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