La mayor a sus siete años es una adolescente precoz, que sorprende por su madurez cuando las hormonas no la tienen alterada.
La pequeña tiene cuatro años recién cumplidos, y es alocadamente divertida con un encantador punto de timidez.
A pesar de las diferencias evidentes es muy curioso y enriquecedor ver como interactuan con mi hijo cada vez que nos reunimos.
Resulta muy cómico ver a mi hijo con la mandíbula desencajada observando a la mayor, y tratando de llamar su atención mientras ella le ignora desde ese pedestal que suponen tres años de diferencia. Mientras tanto la pequeña le arrastra a sus juegos y bromas, y le convierte en su confidente.
La primera vez que vi a mi hijo jugar tranquilo y sentado fue junto a ella. Es un fenómeno que se repite cada vez que nos reunimos, y que no me canso de observar por lo atípico que me resulta.
Ella con su dulzura le coge la mano, le habla bajito y lo arrastra a su terreno sin que él se pueda resistir, mientras mira de reojo a su inalcanzable objeto de deseo.
Se sientan juntos, comparten un espacio, pero se dedican a tareas distintas.
Ella a sus construcciones, él a sus cuentos, y a mi esta foto robada me hace pensar. Al fin y al cabo ¿no consiste en eso la amistad? Respetar el espacio y las preferencias del amigo, desde la tranquilidad de saber que le tienes a tu lado cuando de verdad lo necesitas. Sin exigencias ni compromisos, desde la comprensión y el cariño.